30 julio 2010

VALENTINO MI MEJOR AMIGO


Yo nunca fui muy amiga de los animales. Los perros grandes siempre me resultaron molestos y torpes y los falderos me daban la impresión de que hacían mucho ruido para pocas nueces. De los gatos no soportaba sus pelos esparcidos por toda la casa, aunque debo admitir que siempre respeté su elegancia innata y su actitud soberbia. Se saben hacer respetar esos bichitos.

Por suerte me crié en una familia en la que los animales estaban destinados a la estancia o a la parrilla, por lo que crecí en un ambiente íntegramente humano y exento de seres subdesarrollados (con la salvedad de los eventuales pretendientes adolescentes que alguna vez pasaron por mi casa).

Mi prueba de fuego la pasé al crecer mis hijos, cuando se les activó un gen (evidentemente heredado del lado paterno) que les hacía clamar por una mascota. Mucho tiempo me opuse con absoluta tenacidad. Reivindicando mi autoridad materna y respondiendo a sus constantes súplicas con un rotundo “NO”. Si me preguntaban porqué simplemente les respondía “PORQUE SÍ” y ahí se acababa el tema.

Pero como a toda madre, llegó un momento en el que las lágrimas y súplicas de mis hijos ablandaron mi corazón. Como aún no estaba preparada psicológicamente como para tener una mascota de mayor envergadura acepté que tuvieran un pez. Era el Lassie de la pecera. Para mis hijos era más carismático que Flipper y hasta yo estaba encantada con el poco trabajo que me daba. Creo que aquel pececillo que llegó a mi casa como mascota y que llevaba el ostentoso nombre de Shamú, fue el pececillo más amado del mundo (aunque debo admitir que en realidad fueron varios, aunque mis hijos jamás se percataron de ello). El único stress que ocasionaban era cuando cada tanto aparecían flotando en la pecera y tenía que correr a la tienda de mascotas a comprar otro idéntico, que disimuladamente pasaba a sustituir a aquél que pasó a mejor vida.

Como los niños se aburren rápido pronto empezaron nuevamente los reclamos. Tal como temía, ¡les había pasado la mano y me estaban agarrando del codo! Ahora el cielo era el límite. Pedían desde ponis hasta elefantes y tigres blancos. Por supuesto que ante estas alternativas opté por la más viable: el perro. Así llegó el primer mamífero cuadrúpedo a mi vida, un simpático cachorro de bóxer llamado, Acahatá, que aún no sabía era la encarnación de Lucifer.

El nombre que le habían puesto los chicos en nuestra dulce lengua nativa resultó ser profético. Decir que el perro era travieso, sería quedarme corta. ¡Hasta me quedo corta diciendo que era un demonio con piel de perro! Destrozó el pasto, los sofás, mis azaleas, y estuvo a punto de transformar el árbol de mango en un bonsái. A la semana ya estaba planeando mentalmente mil formas para exorcizar mi hogar de ese huracán de cuatro patas. Y ni se imaginan lo que le extrañé en ese momento a Shamú tan tranquilito en su pecera.

La gota que colmó el vaso fue un sábado de noche, cuando me disponía a ir a una boda en todo mi esplendor. Después de haber pasado horas en remojo hasta quedar impecable de pies a cabeza fui atropellada por el cuadrúpedo satánico quien se ensañó con los volados bordados en Richelieu de mi fantástico vestido, un auténtico Saiach, que por supuesto quedó hecho añicos. No solo lloré hasta hacer correr ríos de rímel a prueba de agua por mis mejillas. También me juré a mí misma deshacerme de una vez por todas del cachorro endemoniado. Mi primer instinto fue el de desollarlo allí mismo para hacer una estola de bóxer con su pelaje al más puro estilo Cruella de Vil, pero tuve que controlarme para no traumatizar a los niños que evidentemente ya le habían tomado cariño.

Me quedaban solo dos alternativas: Plan A: Prepararle un delicioso Bife de Racumín y echarle la culpa a los vecinos o Plan B: el exilio. Tras pensarlo mucho resultó mucho más práctico y humano el plan B. Por lo que rápidamente lo despaché a la estancia y le dije a los chicos que el pobrecito de Acahatá le extrañaba muchísimo a su mami que vivía en el campo y que se había ido a su encuentro y que lo visitaríamos cada semana santa y en las vacaciones de invierno.

Siguió un breve periodo de duelo y justo cuando las cosas empezaron a calmarse y me sentía de nuevo feliz en mi ordenado ambiente libre de animales, empezaron de nuevo los reclamos por parte de mis hijos. Como sabía muy bien que no iban a parar hasta convencerme, decidí poner una condición casi imposible de cumplir. Si mis tres hijos exoneraban todas sus materias les premiaría con un nuevo perrito que por supuesto elegiría yo. Creo que fue el primer año que no me senté a estudiar con ellos y hasta les puedo confesar que secretamente deseaban que se aplazaran con tal de no tener que comprarles otro perro. Pero al llegar la libreta, ¡hasta Juancito que desde el prácticamente desde el preescolar venía llevando materias a febrero trajo la mejor libreta de su vida! Y yo en vez de ponerme contenta quería largarme a llorar como una condenada a la guillotina francesa, quería arrancarme las uñas esculpidas y hasta rasgar mi blusa de seda favorita de HC Collections.

Como no quedaba vuelta atrás hice una seria investigación para encontrar la mascota ideal para mí. Ya no quería ninguna bestia salvaje e incontrolable por lo que estaba decidido que de ahora en más en mi casa solo ingresarían perros falderos. Me encontraba dividida entre un Chihuahua a lo Paris Hilton, un Yorkie a lo Gisele Bundchen y Susana Giménez o un Caniche Toy a lo Marilyn Monroe y Grace Kelly. Un perro digno de una rubia regia como yo, que hasta hiciera sus necesidades en miniatura. Del chihuahua me preocupaba un poco su tamaño, ¿que pasaría si terminaba aplastado bajo mis estiletos o tragado por la aspiradora? La idea de tener que hacerle brushing a un perro borró al Yorkie de la lista y salió ganador el caniche toy.

Esa tierna bolita de pelos que llamamos Valentino en honor al rey de la moda, pasó a ser el rey de nuestra casa. Hasta ahora me asombra como supo ganarse mi corazón. Yo que toda la vida me pasé dándoles discretas pataditas bajo la mesa a los odiosos perros de mis amigas estaba fascinada con mi pequeño Valentino. Y en cima es un perro tan pero tan chic. Cuando sale de la peluquería todo perfumadito y esponjoso con su coqueto corte caniche dan ganas de llevarlo a todas partes como un accesorio.

A pesar de que Valentino cambió mi vida. Aún no me considero una amante de los animales. En primer lugar porque sigo amando las pieles y en segundo lugar porque soy racista con los perros ya que solo amo a los caniches.